Queridos lectores,
Cuando vemos imágenes como la que encabeza este artículo solo cabe
afirmar con Cornelius Castoriadis que “el problema de la condición
contemporánea de nuestra civilización moderna es que ha dejado de ponerse a sí misma en tela de juicio”
Steve Jobs no fue una persona corriente, parece condensar todo lo
bueno y lo malo en estado puro, pero como en una moneda, pocas personas son
capaces de ver ambas cosas a la vez, así que es odiado y adorado en grandes
proporciones. Era tan solo un individuo, pero es también un símbolo, es por
tanto un paradigma de nuestra civilización.
Empecemos con las presuntas virtudes que justifican la adoración de
sus seguidores e imágenes como la que nos ofrece “The Economist”. Jobs fue lo
que se conoce como un “emprendedor”, ¿por qué ahora se dice “emprendedor” y no
“empresario”? ¿Son distintos? No, es exactamente el mismo concepto. La palabra
“emprendedor” trata de resaltar virtudes que nos hagan culturalmente más aceptable
la proporción de la producción que estos emprendedores consiguen.
El primero que otorgó al entonces llamado empresario una importancia
primordial dentro de la dinámica capitalista, aunque hoy en día pueda
sorprender por lo tardío, fue Joseph Schumpeter, en 1934. Para el economista
austriaco el empresario desempeña un papel clave como motor del desarrollo
económico, puesto que es quien aporta la innovación y el cambio tecnológico que
hacen avanzar los negocios. Esta innovación suele tomar la forma de nuevos
productos, nuevas formas de organización o la búsqueda/creación de nuevos
potenciales clientes.
Jobs, o Apple, destacaron de manera prominente en cada una de las
cuestiones que cita Schumpeter, en particular unieron la creación de nuevos
productos con la búsqueda de nuevos clientes, aunque también realizaron
aportaciones relevantes en cuanto a las formas de organización.