Dedicado a los panglossianos de todos los partidos
Un cisma, una herida más profunda que la que infligiera Martin Lutero en el Renacimiento, se abrió hace ya más de 40 años, en la década
de los 70, en el seno de la “ostentosa” civilización occidental.
Los elevados niveles de contaminación propiciados por el
desarrollismo industrial de las tres décadas anteriores, la llamada Edad Dorada
del Capitalismo, durante la cual se alcanzaron las tasas de crecimiento del PIB
global más altas de la historia, hicieron sonar la voz de alarma, y a petición
del gobierno sueco, las naciones unidas convocaron la primera conferencia internacional sobre el medio
ambiente “humano”.
Tan sólo un año después, la cuestión de la contaminación era
desplazada por la de los recursos no-renovables, cuando estalló la primera crisis del petróleo. Si bien es cierto que la crisis fue
consecuencia de decisiones políticas (la decisión de los productores de cesar
la exportación a varios países, incluidos EEUU y sus aliados), puso de relieve
la vulnerabilidad del sistema económico a la escasez de ciertas materias
primas, así como el declive inevitable en la producción de los campos
petrolíferos, como los de los Estados Unidos de América.
Declive que había sido previsto con anterioridad por el
geólogo Marion King Hubbert, lo cual era si cabe más inquietante.
Esos hechos, propiciaron el inicio del que será, o incluso ya
es, el mayor debate intelectual en la historia de la
humanidad. Debate que empequeñece y deja
en pañales aquel entre católicos y protestantes, o el de capitalismo contra
socialismo: mercado vs. estado.
A un lado se situaron aquellos que pensaban que los problemas
se podían resolver uno por uno, según fuesen surgiendo, y que no era necesario
realizar cambios profundos en las instituciones que regían nuestros modos de
vida. A falta de deslumbrantes argumentos, estos prestidigitadores de la razón
tenían su inmenso poder como principal punto de apoyo. El estatus quo económico
y político, el poder corporativo y los gobiernos de todo el mundo, han apoyado
sin reservas, con hechos, palabras y abundantes fondos, a los contendientes de
este lado. La economía neoclásica, convertida, según el historiador Eric
Hobsbawm, en la nueva religión, es el principal exponente de esta facción de la
academia.
Lo curioso es que hemos hecho a una ciencia social, y por
tanto humana, la brújula que guía nuestros destinos. Una ciencia humana que
abstrae el proceso económico del resto de lo que constituye lo humano: su
psique, sus relaciones sociales, su entorno natural. No sólo eso, sino que
entra en contradicción flagrante con el resto de ciencias que estudian lo
humano, la psicología, la biología, la sociología, la antropología, la
ecología, y asume esa contradicción con impasibilidad. El símil mecánico, “la mecánica de la
utilidad y el interés propio” de la que
hablara Stanley Jevons, permitió introducir matemáticas avanzadas en la teoría
económica. La matemática, en vez de utilizarse para construir modelos a partir
de los hechos, se utilizó para construir modelos que suplantasen a los hechos,
una manta metafísica
sobre la realidad.
Conviene tener siempre presente las palabras de Edgar Morin
al respecto de este burdo mecanicismo:
La economía, que es la ciencia social matemáticamente más avanzada, es la ciencia social humanamente más retrasada, pues ha abstraído las condiciones sociales, históricas, políticas, psicológicas y ecológicas inseparables de las actividades económicas… Quizá la incompetencia económica haya pasado a ser el problema social más importante