martes, 9 de septiembre de 2014

La utopía de la inclusión: 2. La solución



En la primera parte de este artículo realizamos una breve descripción de uno de los problemas centrales de nuestra sociedad: el problema de la inclusión. En nuestra sociedad no existe el derecho a participar en los costes y beneficios de la producción, quedando esta condicionada a la demanda de empresas y agentes, y de forma indirecta al crecimiento económico.

Es complicado polemizar una realidad tan sólidamente sedimentada en nuestros hábitos y en nuestro día a día, hasta el punto que pocos se atreverían a cuestionar lo que puede llegar a parecer el orden natural de las cosas. Nada más lejos de la realidad, tal y como mostramos, si bien el trabajo siempre acompañó al hombre en su relación con el medio natural y en la búsqueda de su sustento, la creación del mercado de trabajo es un suceso histórico, nada natural, más bien al contrario, el resultado de una gran coacción. Otras sociedades, en el pasado, institucionalizaron el derecho a la inclusión, tradicionalmente a través de los bienes comunes, y lo hicieron porque es tanto racional como sostenible.

El problema no es sólo todo el sufrimiento que provoca la exclusión, imposibilitando la satisfacción de necesidades humanas básicas, sino que la solución indirecta a este problema, a través del crecimiento económico, se ha convertido en un móvil en sí mismo. De esta forma, problemas ficticios como producir más bienes en un mundo con abundancia de bienes, se convierten en centrales, por sus consecuencias sobre el bienestar de las personas. Es así como entramos en una lógica perversa, según la cual no se pueden resolver los problemas reales, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, o el agotamiento de materias primas, puesto que están condicionados por problemas ficticios. El problema no se puede resolver, puesto que está mal planteado, necesitamos replantear el problema. Es preciso entender que la economía está para servir al ser humano y no el ser humano para servir a la economía.

A continuación valoraremos algunas alternativas que se presentan como solución, o cuando menos como paliativo de este problema.

Reducción del tiempo de trabajo: La evolución a partir de las instituciones existentes es, aparentemente, la solución más sencilla, natural y menos traumática. Esta es la principal ventaja de la reducción del tiempo de trabajo.

Entre sus inconvenientes se encuentra que es tan sólo un paliativo, ya que no institucionaliza el derecho a participar en la economía, sino que se trata de una medida política que trata de garantizar el acceso al mercado de trabajo a más ciudadanos. Es una medida que puede encontrar resistencia por parte de los trabajadores, cuando la reducción de tiempo va acompañada de la correspondiente reducción proporcional en el salario, y de los empresarios, por la previsible dificultad para compensar la reducción de jornada de ciertos trabajadores con habilidades específicas. Por último, debería complementarse con medidas redistributivas para aliviar la pérdida de poder adquisitivo en los escalafones salariales más bajos, como por ejemplo un Renta Básica de Ciudadanía.

En los Países Bajos se está implementando, con cierto éxito, una política de reducción de jornada laboral que ha contribuido a que este país tenga el número medio de horas de trabajo más bajo de entre los países ricos, junto con una tasa de desempleo muy baja (por debajo del 4% en 2009) y una tasa de actividad muy alta (casi el 80% de la población en edad de trabajar). Se está consiguiendo dando facilidades legales (protección frente al despido) a los trabajadores que quieran reducir su jornada o tomar una excedencia temporal, junto a facilidades para poder diferir sus ingresos, a través del ahorro o de préstamos a bajo interés, de periodos de la vida laboral en los que se trabaja más horas, a periodos en los que se trabaja menos.


Cada trabajador holandés dedica 500 horas menos al año a su empleo que los americanos. A pesar de reducir un espectacular 14% la longitud de la jornada en el periodo 1980-2000, las horas trabajadas por cada persona en edad de trabajar han aumentado, fruto de un espectacular incremento de la tasa de actividad.

La clave para una reducción más rápida del tiempo de trabajo podría estar en incentivar también a los empresarios, por ejemplo reduciendo las cotizaciones que paga el empleador cuando un trabajador reduce voluntariamente su jornada, o dando facilidades formativas, para evitar la escasez de ciertas habilidades.

Renta Básica de ciudadanía: Se debe evitar confundir la renta básica con la propuesta de subsidio para pobres que recientemente están comenzando a enarbolar tanto PP como PSOE. La renta básica es universal, se concedería a todo aquel que tenga derecho a la ciudadanía, sea rico o pobre, trabaje o no trabaje.

Entre sus ventajas se cuenta que el coste de gestión es prácticamente nulo, ya que no hace falta un funcionario que compruebe que quienes reciben la prestación cumplen los requisitos, y que no fomenta la economía sumergida, al ser compatible con el trabajo, como si lo hace el subsidio para pobres.

Es también, al igual que la reducción del tiempo de trabajo, un paliativo, ya que podría institucionalizar (idealmente debería quedar fijada constitucionalmente, intentando que quede al margen de los caprichos del partido en el poder) el derecho a participar en los beneficios de la producción, pero no en sus costes. El trabajo, pese a tener su vertiente negativa como actividad heterónoma, satisface necesidades humanas básicas, como la participación o la identidad, y está fuertemente arraigado en nuestra cultura el ganar el sustento mediante el trabajo en lugar de recibirlo pasivamente.

Es una medida con un coste elevado, dar 450 euros a cada español supondría recaudar y redistribuir 20.000 millones de euros cada mes. Si tenemos en cuenta que los menores de edad deberían recibir una cantidad menor, y que se solaparía con otros subsidios, como las pensiones, el coste terminaría siendo significativamente menor, si bien seguiría siendo alto, aunque ni mucho menos inasumible, como muchas veces se plantea. Por otro lado, es preciso reseñar que el importe redistribuido no es “el coste” de la medida, la política redistributiva implica que habrá unos ganadores y unos perdedores, pero lo que se redistribuye no se pierde.

Garantía Pública de empleo: La garantía pública de empleo supone que el estado se convierta en empleador de último recurso, garantizando un empleo, aunque sea de pocas horas y por un salario básico, a todo aquel que esté dispuesto a trabajar y no encuentre un empleo en el mercado. Se trata de una propuesta del post-keynesiano Hyman Minsky.

No cabe duda que, al igual que la Renta Básica, puede tener un coste alto, aunque menor que esta, y posiblemente es muy complicado encontrar una ocupación útil para tantas personas, en el lugar donde los desempleados se encuentren, y de las características adecuadas a las habilidades y formación de estos.

Tras la crisis financiera en Argentina en el año 2002, y la grave situación económica a la que esta dio lugar, se desarrolló una experiencia en este país, en la que el estado actuó de forma similar a un empleador de último recurso. A través del denominado Plan Jefes de Hogar se dio trabajo a dos millones de personas, el 5% de la población argentina, y el 13% de la fuerza laboral, con un coste aproximado del 1% del PIB.

La garantía pública de empleo resuelve el problema de la inclusión, lo convierte en una cuestión política, por encima de consideraciones económicas. Si bien es cierto que puede dar lugar a un cierto grado de “socialismo” jerarquizado indeseable, esto dependerá en gran medida de la participación ciudadana y de la descentralización de la gestión.

Bienes comunes: Los “comunes” son la forma que adoptó la inclusión en las sociedades tradicionales, como las sociedades campesinas rumanas que estudió Georgescu-Roegen, y de las que hablamos brevemente en el artículo anterior.

La teoría económica postula la privatización de la propiedad comunal como remedio universal a “la tragedia de los comunes”, una racionalización del destino de estos bienes, basada en unos presupuestos de partida tremendamente restrictivos, y que pronostica que la regla de la maximización del interés individual, al contrario que con los bienes privados, dará lugar a un menor bienestar colectivo.

Estas ideas han quedado completamente desacreditadas merced al trabajo de diversos investigadores de la corriente institucionalista, entre los que destaca Elinor Ostrom. Aunque sería muy extenso resumir aquí su trabajo, y no conozco en profundidad el mismo, baste decir que la idea clave es “la capacidad institucional”, capacidad que requiere voluntad para cooperar, y tiempo para desarrollarse a partir de la experiencia, y que hace referencia a la capacidad de la comunidad propietaria, para reconocer y darse cuenta de si las reglas de juego y los hábitos de pensamiento y de comportamiento son los adecuados para el mantenimiento “sostenible” del recurso, y en el caso de no serlo cambiar dichas reglas. Esta capacidad puede implicar distintos elementos, como nos cuenta la propia Ostrom en su artículo Capacidad institucional y solución al dilema de los recursos de propiedad común:

En la Cuenca Occidental del condado de Los Angeles, en el sur de California, los usuarios conjuntos de un rpc han formulado durante varios años una solución al dilema (el agotamiento y contaminación del acuífero) de su uso. Su solución no es puramente privada, ni tampoco ha sido impuesta externa y coactivamente. Implica el desarrollo de la capacidad de comunicación, del reparto de los costes y del control y el uso y la adaptación de la capacidad de aportar información, del establecimiento de acuerdos y de la aplicación de los mismos.

Cabría la tentación de resumir sus conclusiones diciendo que lo que hace falta para gestionar eficazmente los comunes es democracia, algo de conocimiento, y mucho sentido común.

Los bienes comunes resuelven, en teoría, el problema de la inclusión, pero que exista un modelo exitoso de gestión de los acuíferos, pesquerías, bosques y otros recursos, sin pasar por su privatización o por el monopolio estatal, no implica que a través de ellos podamos hacer participar fácilmente a toda la población en los beneficios y costes de la producción. Esos bienes comunes ahora no existen, por lo tanto habría que ir creándolos de forma paulatina, seguramente con bastantes dificultades, y su explotación tradicional generalmente estaba asociada a actividades de escasa productividad.

Pongamos el ejemplo que seguramente nos viene a todos a la mente: la agricultura urbana. No sería muy difícil promover la aparición de huertos comunitarios en esas franjas de tierra abandonada que nos encontramos en numerosas ciudades, reconvertir algún jardín poco lustroso, e incluso alguna azotea, con la ayuda de algunas macetas o jardineras.

Un ejemplo exitoso y reciente de desarrollo de la agricultura urbana lo encontramos en Cuba. Es bien sabido que la caída del bloque soviético sumió en una profunda depresión a la isla, cuya economía estaba orientada a la exportación al resto de países socialistas, y que dependía en gran medida de las importaciones que realizaba de ellos, en particular de combustible y alimentos. A consecuencia de la crisis, y la situación de desabastecimiento que esta creó, la población comenzó a producir sus propios alimentos, al principio de forma espontánea, y más tarde con la colaboración del gobierno.

La experiencia ha sido un éxito, y en el año 2002 la producción de hortalizas había ascendido a 3.345.000 toneladas, partiendo de un nivel de 140.000 en 1997. Por su parte la producción de fruta pasó de 550.000 toneladas en 1997 a 3.082.300 en 2002.



Es mucha comida. Considerando un consumo anual de 675 kg de comida, que es lo que consumimos los españoles en 2013 (aunque gran parte serían “alimentos para el alma” como cerveza, vino o pequeños lujos como el agua embotellada), daría para alimentar casi a 10 millones de personas.

Los cubanos nos dan una cifra a la que podría aspirar a llegar, tendencialmente, la productividad de este tipo de agricultura, y es de 20 kg/m2/año. Una parcela de 10 m2, poco más de un cuadrado de 3x3 metros, podría llegar a producir 200 kg de comida al año. Parece mucho, pero si lo valoramos en dinero es muy poco. A un precio de mercado de 2 €/kg (bastante alto, los precios hoy en un punto de venta en el barrio de Pueblo Nuevo en Madrid oscilaban entre 0,50 €/kg para el melón, y 2,70 para los kiwis, la mayoría de hortalizas valía algo más de 1 €/kg) son tan sólo 400 euros al año. Para alcanzar una renta de 450 €/mes, lo que se supone es un renta básica (muy básica y suponiendo que existe un acceso universal y gratuito a sanidad y educación), cada trabajador tendría que disponer de 135 m2, por encima de la media cubana, que he estimado en 117 m2 en el año 2005.

Un problema adicional sería la competencia que esto introduce en el resto del sector agrícola, y el resto de intereses afectados, por ejemplo el sector de transporte y distribución de alimentos (parte de la producción sería autoconsumida y distribuida entre pequeños grupos de familiares y amigos, reduciendo los intermediarios y las comisiones correspondientes).

Existe otra alternativa que resuelve el problema de la inclusión, la socialización completa de la producción, pero no la consideraremos. Quizás ninguna de estas políticas sea una solución sencilla al problema que nos ocupa, quizás no haya una solución ideal para todas las naciones y regiones, y cada una de ellas deba buscar el acuerdo que mejor encaje en su cultura, pero es probable que la solución al problema tome elementos de cada una de ellas. El factor determinante puede ser la sinergia y refuerzo entre ellas, junto con instituciones políticas más cercanas y deliberativas.


Hacia una economía inclusiva

Es evidente como la Renta Básica Universal y el Empleo Público Garantizado, lejos de ser opciones excluyentes, pueden funcionar conjuntamente, reforzándose. Por ejemplo, se podría exigir a los ciudadanos que lleven un cierto tiempo cobrando únicamente la renta básica, participar en los programas de empleo público, contribuyendo de esta forma también por el lado de los costes.

Al mismo tiempo, la participación en los programas podría estar condicionada a la existencia de ocupaciones útiles, evitando de esta forma que el empleo público termine convirtiéndose en “cavar hoyos” ¿Y quién mejor para determinar lo que es útil y lo que no que la propia ciudadanía? El empleo público garantizado podría ser gestionado por asambleas ciudadanas auxiliados por funcionarios profesionales, de forma similar al presupuesto participativo de Portoalegre.

La robustez moral de este sistema es evidente, existe un ingreso mínimo garantizado, y puede conllevar la obligación de trabajar, pero condicionado a que tus propios vecinos encuentren ocupaciones útiles. Adicionalmente podrían existir programas nacionales de empleo, con un salario ligeramente mayor, que por una parte ayudasen a solventar la problemática de las labores que son necesariamente intercomunitarias, y que por otro lado permitiesen emplear a aquellos que pertenecen a comunidades más pobres, con más desocupados, y con menos posibilidades de ser empleados en su comunidad.

No es necesaria mucha imaginación para ver el potencial de estas políticas para desarrollar los bienes comunes. Las comunidades tendrían incentivos para desarrollarlos y mejorarlos y así emplear a aquellos que no encuentran acomodo en el mercado. Pequeños huertos urbanos, talleres de reparación (incluso fabricación, dadas las nuevas tecnologías disponibles) podrían desarrollarse y florecer de forma relativamente rápida. Llegar a institucionalizar un sistema de trabajo de último recurso basado en la explotación de bienes comunes sería una forma muy robusta de garantizar la inclusión.

Al mismo tiempo, tal y como argumenté en el programa “Vida Verde” de Radio Exterior de España, la Renta Básica, el Empleo Público Garantizado, y los bienes comunes, podrían ir institucionalizando una red de seguridad, que permitiría a los individuos reducir libremente su tiempo de trabajo en el mercado, con la seguridad de no quedar, en el peor de los casos, desamparados. Esta reducción del tiempo de trabajo podría realizarse en todos los niveles salariales, dada la existencia de un amplio programa de redistribución.

La reducción del tiempo de trabajo favorecería todo tipo de actividades autónomas, en particular el desarrollo interno de las personas, la creación de sus propios valores y significados, de forma distribuida y no jerarquizada como hasta ahora. Favorecería también actividades autónomas de contenido estrictamente económico, se suelen mencionar los cuidados, pero podrían intercambiarse todo tipo de servicios, con la ayuda de bancos de tiempo, e incluso monedas locales. Esta actividad económica autónoma podría llegar a ser un complemento importante de la renta del individuo, de mayor peso cuanto menor sea la renta obtenida en el mercado, sirviendo de elemento redistribuidor, junto con la renta básica.

Si bien la inclusión debería tener valor en sí misma, seguramente habrá quien pregunte ¿cuánto cuesta? El coste financiero de una Renta Básica o de un programa de Empleo Público Garantizado oscila entre el 1-15% del PIB, aunque el coste real para un país es difícil de estimar, dado que en realidad estamos redistribuyendo ese importe, no destruyéndolo. Se supone que los impuestos necesarios para realizar esa redistribución crean una distorsión, y que eso hace que el PIB no crezca un cierto importe que sí crecería sin esa intervención ¿Y a quién le importa? cabría preguntarse. Una vez resuelto el problema de la inclusión, el crecimiento deja de ser una necesidad.

La gran cuestión, que desgraciadamente pocos se plantean, es ¿cuánto cuesta lo que no valoramos? Uno de los problemas más graves que enfrentamos es sin duda la grave alteración de la biosfera que estamos provocando como consecuencia de los cambios en los usos del terreno: de bosques a monocultivos, y de estos a terrenos urbanos. Esto está provocando una transición de fase de la biosfera, “con sorpresas desagradables a nivel local y global”. Las condiciones de nuestra vida en este planeta están amenazadas, ni que decir tiene que la economía, nuestro sustento, y el capital que nos facilita el disfrute de la vida, mucho más. La agricultura urbana permitiría recuperar usos ancestrales de la tierra, convertir monocultivos en dehesas, y dehesas en bosques, pero este sencillo propósito se encuentra con un obstáculo insalvable: el precio. Nuestros sistemas de precios no valoran que un bosque sirve de cobijo a la biodiversidad, a los polinizadores, que frena y reduce la erosión y que actúa de sumidero de CO2. Dado que todo esto no tiene precio, no es económicamente rentable cultivar alimentos en las ciudades y recuperar usos tradicionales de la tierra. Tenemos un grave problema cuando nuestro sistema económico asigna un coste cero a lo que nos es más preciado, pero eso ya lo sabemos, dada la insostenibilidad de los sistemas de precios.


Sostenibilidad y trabajo, más allá de la hegemonía del mercado

El pilar más importante de los que sostendrá la sociedad del futuro es sin duda el nuevo concepto, que debe surgir, sobre el trabajo. En este blog hemos argumentado que son necesarios cambios radicales en los mercados de dinero (cuando hablamos de la historia monetaria, del pensamiento económico de Frederick Soddy, y de su reforma monetaria) y tierra o recursos naturales (cuando hablamos de Henry George).

A posteriori he descubierto que, junto a los cambios en el mercado de trabajo que estamos proponiendo ahora, este programa tiene una marcada inspiración (no buscada, accidental) en la obra de Karl Polanyi. Lo que estamos proponiendo son rupturas radicales en cada uno de los mercados que Polanyi definió, en su obra La Gran Transformación, como mercancías ficticias:

Es evidente que trabajo, tierra y dinero no son mercancías en el sentido de que, en lo que a estos tres elementos se refiere, el postulado según el cual todo lo que se compra y se vende debe haber sido producido para la venta es manifiestamente falso. En otros términos, si nos atenemos a la definición empírica de la mercancía, se puede decir que trabajo, tierra y dinero no son mercancías. El trabajo no es más que la actividad económica que acompaña la propia vida –la cual, por su parte, no ha sido producida en función de la venta, sino por razones totalmente distintas- (…). La tierra por su parte es, bajo otra denominación, la misma naturaleza que no es producida por el hombre. Finalmente, el dinero real es simplemente un signo del poder adquisitivo que, en líneas generales, no es en absoluto un producto sino una creación del mecanismo de la banca o de las finanzas del Estado.

La gestión de los recursos, como parte de la adaptación a la vida en nuestro planeta, tendrá que hacerse sobre la base del conocimiento que tenemos de los mismos, con la debida prudencia respecto a la incertidumbre que indudablemente nos acompañará, dado el desconocimiento que todavía tenemos respecto de muchos de los procesos que se dan en la biosfera. El dinero y el trabajo son creaciones humanas, por lo tanto deben democratizarse, como corresponde a una sociedad que tiene presente que la causa de la libertad no está cerrada. El proceso puede entenderse como una ampliación de derechos, en el caso del trabajo hablaríamos de derechos productivos.

Cada una de estas tres reformas es importante, pero sin duda la del trabajo reviste especial dificultad, por implicar hábitos de pensamiento y de conducta arraigados en el pensamiento del conjunto de la ciudadanía.

Por otro lado, si bien cada una de ellas es importante por separado, es evidente que también aquí encontramos elementos de sinergia y refuerzo entre ellas. El elemento central de la gestión prudente de los recursos es una reforma fiscal sostenible que en palabras de Herman Daly incluye al menos estos dos elementos:

1. Sistema de fijación de límites máximos e intercambio de derechos mediante subasta para la explotación de los recursos básicos. Límites biofísicos máximos a escala de acuerdo con la fuente o el sumidero que los limite, el que sea el más restrictivo. La subasta captura las rentas de la escasez para una redistribución equitativa. El comercio permite la asignación eficiente para los mejores usos.
2. Reforma fiscal ecológica—cambiar la base imponible desde el valor añadido (capital y trabajo) sobre “aquello a lo que se añade valor”, es decir, el flujo entrópico de recursos extraídos de la naturaleza (agotamiento), a través de la economía y, de vuelta a la naturaleza (contaminación). Internalizar los costes de las externalidades así como aumentar los ingresos más equitativamente. Apreciar lo escaso en la contribución de la naturaleza que previamente no tenía precio.

Es evidente como esta medida tiende a hacer que valoremos de una forma distinta los usos de la tierra, el bosque destruido para crear tierras de cultivo, los insumos utilizados en forma de fertilizantes, combustible y pesticidas, todo ello pasa a ser ahora la base de los impuestos, y entonces pasa a tener sentido, también por precio, la agricultura urbana y la reparación y reciclaje de objetos, frente a su disposición en vertedero. Ello a su vez da sentido a las políticas en torno al trabajo que acabamos de definir, da valor a la producción local de alimentos mediante la creación y mejora de bienes comunes, a la recuperación y gestión de bosques y al reciclaje mediante el empleo público garantizado, por poner tan sólo unos ejemplos.

La nueva fiscalidad permite reducir los impuestos al trabajo, y ello a su vez permite potenciar las actividades autónomas con contenido económico, como el intercambio de servicios semi-profesionales. Sin impuestos al trabajo la distinción entre economía sumergida y economía legal desaparece, y sin impuesto al valor añadido el valor de los servicios disminuye, siendo más accesibles.

Todo ello es aplicable desde el primer momento desde una base nacional, sin necesidad de acuerdos internacionales, ya que la reducción de impuestos al trabajo permite atraer capital, en lugar de expulsarlo. Encontramos, por tanto, la base para un proyecto de internacionalización, que se puede construir superando las fuerzas coactivas de la globalización.

La reforma monetaria, por su parte, permite financiar, dentro de un límite, mediante los derechos de señoreaje, actividades que no son rentables, en el sentido de no dar lugar un nuevo flujo monetario que pague los intereses. Esto nos permite disponer de financiación para actividades que crean valor a muy largo plazo, o que mejoran el capital natural que no es valorado por el mercado, ya que sostiene servicios medioambientales que no tienen precio.

Estas medidas, tienen sentido por sí mismas, como mejora de la calidad de vida de las personas, además de solucionar nuestros problemas de sostenibilidad. Se puede comparar el nuevo marco institucional resultante con los que hemos vivido bajo el capitalismo y el socialismo, atendiendo tanto a las formas de integración (reciprocidad, redistribución, intercambio) como a las mercancías ficticias de Karl Polanyi. El resultado es el siguiente:


Formas de integración
Dinero
Recursos
naturales
Trabajo
Capitalismo

Intercambio/redistribución
Creación privada
Privados
Privado
Socialismo

Redistribución
Creación pública, finanzas públicas
Públicos
Público
Nueva sociedad
Intercambio/redistribución
/reciprocidad
Creación pública, finanzas privadas
Públicos, de gestión privada
Privado, con derecho universal  de acceso

Si añado la reciprocidad como forma de integración en la nueva sociedad es porque la liberación de tiempo de trabajo indudablemente dará lugar a comportamientos autónomos con significado económico que se pueden englobar dentro de esta forma de integración. Es el caso del conocimiento y la información, por ejemplo, al que se puede contribuir de forma completamente altruista (tenemos el ejemplo cercano de la Wikipedia) esperando que otros hagan lo mismo, y así salir todos beneficiados.


La razón de añadir esta tabla al final de esta reflexión es volver a hacer hincapié en que no existen sólo dos tipos de sociedades, “capitalistas” y “socialistas”, ni estamos en la mejor de ellas. Por el contrario, existen infinitas formas de vida colectivas, atendiendo a los criterios expresados en la tabla, o a otros muchos que podrían citarse. En nuestras manos está elegir el más adecuado, para nosotros y para nuestros hijos. No hay determinismo, y todos podemos contribuir al cambio.

8 comentarios:

  1. Excelente. Lo mejor de este texto es que inicia la tarea de profundizar en todas las posibilidades citadas. En algún momento se deshechará definitivamente la idea de que la innovación tecnológica puede hacer sostenible (económica, ambiental o socialmente) el modelo económico actual y cobrarán fuerza las alternativas que hayan sido estudiadas. Por otro lado me pregunto si otras tecnologías, (con otro origen y otro enfoque), pueden acompañar y favorecer estos cambios sociales.

    Por ejemplo, en esta entrevista [El gran escándalo invisible de nuestra época](http://guerrillatranslation.com/2014/07/30/el-cercamiento-del-procomun-es-el-gran-escandalo-invisible-de-esta-epoca/) le piden a David Bollier -teórico dedicado al concepto de procomún- su opinión sobre lo siguiente: “Últimamente he hablando con mucha gente relacionada con la P2P Foundation sobre el potencial de un modelo de producción industrial redistribuida. Una producción industrial que no requiere de grandes inversiones de capital desde un principio, que se puede poner en marcha con una inversión inicial de varios miles de dólares en insumos nuevos. Cosas como impresoras 3-D u otros tipos de maquinaria de control informático que quizás impulsen una nueva clase de arreglo económico entre las personas. (...) Me pregunto si te parece una esperanza razonable.” -dice el entrevistador después de citar el último libro de Jeremy Rifkin. Y esto es parte de la respuesta:

    “Rifkin dice que el capitalismo está en declive pero yo no estaría tan seguro. En lo que sí estoy de acuerdo es que esta tendencia hacia una producción distribuida otorgaría más independencia a aquellos individuos y grupos que la pusieran en práctica. De hecho, se convertirían en co-productores cada vez menos dependientes del capital… Y todo esto irá en aumento. Se trata de un movimiento incipiente que no se limita al ámbito del software libre, dado que también lo vemos en el diseño o en la fabricación abierta. Se construyen cosas como muebles, coches o maquinaria agrícola, con el respaldo de una comunidad global de diseño abierto, complementada por un modo de producción local capaz de modificar y cambiar esos diseños según las circunstancias. Todo esto bajo los principios del código abierto, es decir: modularidad, materiales locales, costes mínimos, productos personalizables y demás. Es una tendencia un tanto radical, ya que no se necesitan grandes concentraciones de capital para producir objetos prácticos con los que cubrir tus necesidades. Creo que derivará hacia un tipo de emancipación tanto económica como política, como argumenta Rifkin. Hasta dónde llegará y con qué problemas se encontrará… eso es discutible.”

    Quizá estamos asistiendo a la confluencia de un mayor deseo generalizado de autonomía personal y social, con la llegada de una economía distribuida, colaborativa y autogestionaria que puede facilitar el abandono de la cultura del crecimiento forzoso.

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    1. Buenas Ecora,

      ¡Ojalá! Creo que la posibilidad existe, que va en la línea de la cultura que está adoptando cierta gente (la autosuficiencia es para algunos una obsesión), con la forma que está adoptando la creación y difusión de información y conocimiento, y con las nuevas tecnologías de fabricación que han desarrollado las corporaciones para eliminar los stocks y hacer frente a una demanda personalizada, con series de fabricación muy reducidas.

      Que exista esa posibilidad debe hacernos perseverar, pero hay cuestiones que me aterran, en particular la cuestión del poder y su capacidad para inventar "cercamientos"¿Está el 99% preparado para asumir el poder? Hay que seguir insistiendo.

      saludos,

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    2. Sí, estoy totalmente de acuerdo. Sin duda la principal clave es política. Desde la política se puede anular cualquier iniciativa, como en el caso del penalizado autoconsumo energético. Si la legislación no acompaña no se logrará ningún cambio significativo.

      Saludos

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    3. Buenas Ecora,

      Ahora mismo veo tendencias contradictorias. Por un lado, la gente que apuesta por la autonomía no está prestando atención a la política, y por el otro los que si se la prestan lo que quieren es alguien que solucione la papeleta sin que ellos tengan que intervenir, incidir todavía más en la división del trabajo y la división social, dando más poder a la tecnocracia. Por eso es importante alguien haga hincapié en la autonomía desde el punto de vista de la política. Podría ser el título de un artículo "Política y autonomía", que recogiese una serie de medidas que desde la política se podrían facilitar para dar poder a la gente.

      saludos,

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    4. Me parece una buena idea, Jesús. He empezado un borrador para el blog de la asociación 'Autonomía y bienvivir' ensayando lo que podría ser una aproximación al diseño de una política para la autonomía.

      Saludos

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    5. Genial,

      Si es la mitad de bueno que el artículo Tiempo y autonomía merecerá mucho la pena leerlo. Es además un tema de gran actualidad, dada la controversia existente en torno al nuevo partido "Podemos", que por alguno es tildado de cercenador de libertades, mientras que otros lo ven positivamente al incluir en sus círculos los principios democráticos y promover medios de participación a través de internet. Podría ser un leitmotiv que diese relevancia mediática al artículo. Es una idea.

      un saludo,

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  2. Y aquí lo que he dado de sí (o de mí): Política y autonomía
    En realidad una recopilación de muchas fuentes.

    Saludos

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    1. Ha quedado bastante bien, no cabe duda. Totalmente recomendable.

      un saludo,

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