miércoles, 4 de octubre de 2017

Cambiar el sistema

Queremos cambiar el mundo, o más bien encauzarlo, porque el mundo nunca deja de cambiar, pero para ello no basta con tener claro el objetivo, una meta, hay que entender el proceso de cambio, de forma que nuestras acciones sean las más eficaces para alcanzar ese objetivo, o al menos sean coherentes con él.



Fiedrich Engels dijo ante la tumba de Karl Marx que este había descubierto “las leyes de la Historia”. El manifiesto comunista, obra conjunta de ambos autores es una oda a la burguesía y su poder de trasformación de las relaciones de producción. Para Marx y Engels el desarrollo de las fuerzas productivas había conducido a cambios inexorables:

Hemos visto, pues, que los medios de producción y de cambio, sobre cuya base se ha formado la burguesía, fueron creados en la sociedad feudal. Al alcanzar un cierto grado de desarrollo estos medios de producción y de cambio, las condiciones en que la sociedad feudal producía y cambiaba, toda la organización feudal de la agricultura y de la industria manufacturera, en una palabra, las relaciones feudales de propiedad, cesaron de corresponder a las fuerzas productivas ya desarrolladas. Frenaban la producción en lugar de impulsarla. Se transformaban en otras tantas trabas. Era preciso romper esas trabas y se rompieron.

Y así continuaría siendo en el futuro, cuando de la misma forma, el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, que implica necesariamente la creación de una clase proletaria, creará las condiciones que harán que la burguesía tenga que ser eliminada, suprimida, superada. El proletariado se convertirá en clase dominante y esto supondrá la abolición de las relaciones de clase.

El proletariado se saldrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas.

La pretensión de Engels y Marx de descubrir las leyes de la Historia es claramente ilustrada, considerar al hombre, aislado o en sociedad, un objeto de estudio científico cuyo comportamiento puede quedar definido por leyes universales como las del movimiento de los astros. Afortunadamente esto no es posible, ya que existe el libre albedrío y el ser humano no puede conocer el futuro, a pesar de ello la coletilla del “desarrollo de las fuerzas productivas” que supuestamente conduciría a la abolición de las clases sociales, quedó firmemente incrustada en el imaginario de los progresistas de izquierdas, espoleando nuestra fe en la solución a todos los problemas a través del crecimiento y de la tecnología.

Ello no quiere decir que no podamos conocer nada sobre cómo se produce el cambio social. Una idea es mirar hacia el pasado, ya que aunque los procesos de cambio del pasado no son una guía para los del futuro, si podemos extraer de ellos algunas lecciones que nos pueden ser útiles. Paul Mason en su libro Postcapitalismo, hacia un nuevo futuro esboza una explicación causal del cambio del feudalismo a la modernidad, que él denomina capitalismo.

El modelo feudal de agricultura chocó en primera instancia con los límites medioambientales y, a continuación, con un colosal impacto externo: la peste negra. Tras esta, tuvo que soportar una conmoción de índole demográfica: quedaron demasiados pocos brazos para trabajar la tierra, lo que aumentó los sueldos de los supervivientes e hizo inviable el cumplimiento en la práctica del viejo sistema feudal de obligaciones. La escasez de mano de obra también convirtió en necesaria la innovación tecnológica. Las nuevas tecnologías sobre las que se sustentó la ascensión del capitalismo mercantil fueron precisamente las que estimularon el comercio (la imprenta y la contabilidad), la creación de riqueza comercializable (la minería, la brújula y la navegación rápida) y la productividad (la minería, la brújula y la navegación rápida) y la productividad (las matemáticas y el método científico).
Presente a lo largo de todo ese proceso estuvo algo que parecía secundario en el viejo sistema, pero que estaría destinado a convertirse en la base del nuevo: me refiero al dinero y al crédito. Muchas leyes y costumbres estaban anteriormente erigidas, de hecho, en torno a la idea de ignorar el dinero; en el momento de apogeo del feudalismo, el crédito era considerado pecaminoso incluso. Así que, cuando el dinero y el crédito desbordaron los límites que les imponía ese sistema y crearon uno propio de mercado, hubo una sensación de revolución. El nuevo sistema cobró entonces nuevos bríos gracias al descubrimiento de una fuente virtualmente ilimitada de riqueza "gratuita" llamada América.
La combinación de todos esos factores hizo que todo un grupo de personas que habían sido objeto de persecución o marginación durante el feudalismo -humanistas, científicos, artesanos, hombres de leyes, predicadores radicales... y hasta dramaturgos bohemios como Shakespeare- se situaron a la cabeza de la transformación social. Y en ciertos momentos clave (aunque solo tímidamente al principio), el Estado varió su actitud y dejó de obstaculizar el cambio para favorecerlo.

La explicación es interesante porque nos permite captar como los cambios tecnológicos (imprenta, navegación) se entrelazan con los sociales (perfeccionamiento del crédito entre desconocidos) y con los shocks externos (peste negra, descubrimiento de América) para llevar al sistema a un auténtico punto de inflexión (tipping point) en el que el cambio se desarrolla a gran velocidad (sin olvidar que alcanzar ese “tipping point” fue cuestión de varios siglos de cambio gradual). Concuerda a la perfección con la visión de Hegel, que ya citamos en un artículo:

Así, el espíritu que se forma madura lentamente y en silencio hasta su nueva figura, desintegra pedazo a pedazo el edificio del mundo que lo precede; la conmoción del mundo la indican tan sólo síntomas esporádicos; la frivolidad y el aburrimiento que invaden lo que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los signos que anuncian algo distinto que está en marcha. Este resquebrajamiento continuo que no alteraba la fisonomía del conjunto se ve bruscamente interrumpido por la salida del sol que, en un relámpago, dibuja de una vez la forma del nuevo mundo.

Sin embargo, si por un lado puede aclarar nuestra visión en otro aspecto la oscurece, dado que la descripción está muy anclada en otro concepto que en origen fue marxista pero que en la actualidad goza de aceptación universal, lo que se conoce como “modo de producción”. Según el propio Marx en su Contribución a la crítica de la Economía Política

En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, es decir, la base real sobre la cual se alza una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas determinadas de la conciencia social. En general, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino al contrario, su ser social es el que determina su conciencia.

Esta visión mecánica y determinista de la sociedad (muy en la línea de los descubrimientos de Newton para el movimiento de los astros) y por tanto del cambio social, presenta varios defectos. Por un lado el énfasis en las relaciones de producción nos hace perder de vista el resto del sistema, como si los aspectos culturales no tuviesen importancia. A pesar de ello los marxistas sí realizaron una importante labor de prédica, explicando a los trabajadores como eran explotados, en contradicción con los postulados del propio Marx de que la conciencia del hombre está determinada por factores externos y por tanto es irrelevante. Sin embargo, el movimiento obrero terminó disolviéndose a causa de la educación universal, que hacia finales de la década de los años sesenta había conseguido que los hijos de las clases proletarias accediesen a la educación universitaria, y por tanto, tendido un puente que disolvía de forma aparentemente definitiva las diferencias de clase, o las suavizaba. Los neoliberales entendieron mucho mejor que los marxistas cómo funciona el cambio social, y conceptos clave como el deseo mimético, y lanzaron un ataque que en poco tiempo condujo a una auténtica revolución, condenando al marxismo a convertirse, en la práctica, en una molesta pieza de museo. Molesta puesto que sus fétidos restos todavía tienen el poder de capturar los imaginarios de una inmensa mayoría de la población, que vería con agrado un cambio, pero que siente pavor ante el mundo de “instituciones públicas fuertes”, es decir, burocratización racional kafkiana, que les prometen los neomarxistas.

martes, 19 de septiembre de 2017

Miedo, vergüenza, resentimiento y terror: el fracaso de la modernidad

Mientras fenómenos como el cambio climático o la transición energética plantean un reto mayúsculo a la humanidad, esta, lejos de unirse, parece dividirse cada vez más, con el miedo a los enemigos interno y externo creciendo de forma exponencial en lo que parece el preludio de una guerra civil global. Bajo la espuma de la violencia destructiva late un mar de sentimientos negativos y dolor en un mundo de supuesto progreso y prosperidad. Nuestra civilización está fracasando.



El 19 de abril de 1995 un camión bomba explotaba junto a un edificio del gobierno federal en Oklahoma City, EEUU, matando a 168 o 169 personas. Fue el atentado más sangriento de la historia de EEUU hasta que fue superado por el realizado el 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas de Nueva York. Sorpresivamente para muchos, el autor material de los hechos resultó ser un estadounidense blanco, Timothy McVeigh, veterano de la guerra del golfo. El retrato que generalmente se hace de McVeigh es el de un supremacista blanco del centro del país, esos que tienen una esperanza de vida tan baja y que han apoyado a Trump en las pasadas elecciones, aunque fuese por el libre comercio y no por el racismo.

Algunos hechos no cuadran con la caricatura de supremacista blanco que se hace de McVeigh. Estaba arrepentido de haber participado en el tiro al blanco que fue la guerra del golfo y sentía compasión por el enemigo.

No los maté en defensa propia […] Cuando arrebataba una vida humana me daba cuenta de que eran seres humanos, aunque hablen un idioma diferente y tengan costumbres diferentes. La verdad es que todos tenemos los mismos sueños, los mismos deseos, el mismo cariño a nuestros hijos y nuestras familias. Esas personas eran seres humanos en esencia iguales que yo.

En prisión, trabó amistad con Ramzi Ahmed Yousef, autor de un primer atentado fallido contra las torres gemelas. Tras la ejecución de McVeigh, Yousef afirmaría:

Nunca en mi vida he conocido a nadie con una personalidad tan similar a la mía.

¿Qué une ideológicamente a personajes a priori tan dispares? Si hubiese un choque de civilizaciones detrás del auge del terrorismo cabría esperar que los terroristas fuesen personas de otra civilización, en este caso una civilización atrasada y religiosa que se opone a los valores de racionalidad, individualismo, materialismo y tolerancia de Occidente. Sin embargo los terroristas no vienen de pueblos atrasados ni son profundamente religiosos. Como ha ocurrido en los recientes atentados de Barcelona (o como ocurrió en los anteriores ataques en París, Bruselas y Berlín), se trata de jóvenes educados en occidente, en este caso en España. Tal y como ha dicho su educadora social:

Estos niños eran como todos los niños. Como mis hijos, eran niños de Ripoll. Como aquel que puedes ver jugar en la plaza, o el que carga una mochila enorme de libros, el que te saluda y te dejar pasar ante la cola del super, el que se pone nervioso cuando le sonríe una chica.

En realidad son jóvenes materialistas, con escasos conocimientos religiosos, habituados e incluso adictos a las redes sociales, al alcohol y otros estimulantes o depresores del sistema nervioso central. El perfil de un joven de suburbio cualquiera, con la particularidad de que sus padres o abuelos fueron inmigrantes. Tanto McVeigh como los yihadistas son un producto típico de la civilización occidental moderna: fracasados llenos de resentimiento que encuentran sentido a través de la destrucción.

martes, 4 de julio de 2017

El ser humano sin límites

Las narrativas con las que explicamos el mundo y a nosotros mismos son erróneas e, incluso, van en contra de la ciencia. Urge cambiarlas para superar la barbarie de la modernidad y mejorar unas  condiciones de vida que seguimos amenazando.



Como explica magistralmente el hindú Pankaj Mishra en su libro La edad de la ira la idea cuasireligiosa de un ser humano sin límites tiene su origen en la ilustración, en un contexto ideológico determinado. Y por ideológico entiendo precisamente lo que entendía el filósofo ilustrado Helvetius, la confrontación de formas de pensar que responden a los intereses de individuos, grupos o clases. Voltaire terminaría siendo uno de los plebeyos más ricos de su época. Como explica otro ilustrado, Tocqueville:

Mientras los reyes se arruinaban en grandes empresas y los nobles se agotaban mutuamente en guerras privadas, el pueblo llano iba enriqueciéndose con el comercio. El poder del dinero empezó a dejarse sentir en los asuntos del Estado. El comercio devino fuerza política, despreciada pero halagada. Gradualmente se fue extendiendo la cultura y despertó el gusto por la literatura y las artes. La mente pasó a ser un componente del éxito; el conocimiento, una herramienta de gobierno, y el intelecto una fuerza social; los hombres cultos participaban en los asuntos de Estado.

La acción racional, buscando el interés propio, era la forma de mejorar la condición personal, acción que no debía ser entorpecida por la costumbre, o las prerrogativas de nobles o religiosos. Para eliminar esas prerrogativas se hicieron revoluciones como la francesa.

La idea de la acción racional, y de la razón como medio de mejorar las condiciones del ser humano surge pues como una narrativa que justifica la preponderancia de un grupo (los burgueses) sobre otro (los nobles y religiosos). Sin embargo, esta idea termina cobrando vida propia y emancipándose de su función de justificación de clase, para convertirse en una idea que terminará dominando el sistema, sustituyendo a la idea de la salvación del alma inmortal en la otra vida, convirtiéndose en la idea metafísica que dota de sentido de último recurso las vidas de los individuos y por tanto justifica el sistema socioeconómico, por supuesto, ya despojada de toda medida o límite. Citando al propio Mishra:

Pero el futuro les pertenecía a ellos y a su vocación de no dejar títere con cabeza en el mundo político y social, de examinar todos los fenómenos a la luz de la razón, y considerar todo susceptible de cambio y manipulación mediante la voluntad y el poder humanos. Los philosophes aspiraban a aplicar el método científico, descubierto en el siglo anterior, a fenómenos ajenos al mundo natural: al gobierno, la economía, la ética, el derecho, la sociedad y hasta la vida interior. Como lo expresó D´Alembert, "la filosofía es la física experimental del alma". Nicolas de Condorcet esperaba que la ciencia garantizara "la infinita perfectibilidad de la especie humana".

Las ideas ilustradas no eran democráticas, con la excepción notable de Rousseau los ilustrados denostaban al pueblo. La acción racional era propia del ilustrado, hombre de mérito que se alza sobre la masa iletrada y vulgar. Los reyes son necesarios no sólo para centralizar el poder limitando el de la iglesia y la nobleza, sino para mantener controlada con mano firme y, en caso necesario, bayoneta en ristre, las veleidades de la plebe, zafia e irracional.

domingo, 11 de junio de 2017

Un mundo fragmentado: Europa a un costado

Con la llegada de Trump a la Casa Blanca Europa ha perdido un apoyo clave, y muy necesario, para salir de los problemas en los que se ha metido. Mientras se tratan de mantener los discursos huecos de progreso, modernidad y fraternidad que quedaron en evidencia con la crisis, aislada del mundo, continúa por una vía muerta hacia un triste e inevitable final.



Como ya comentamos en una entrada anterior, el ya antiguo fracaso en las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio (en gran medida provocado por la Unión Europea), la propia evolución del volumen del comercio internacional, y sobre todo los datos de transacciones financieras entre estados nos muestran que el mundo está retrocediendo en su integración económica. Parece que la globalización termina, y deja tras de sí un mundo fragmentado, como ya ocurriera en el pasado.

Con gran celeridad y un poco de improviso hemos visto cómo se nos trata de transmitir una imagen de este nuevo mundo como dividido entre dos facciones, por un lado el “populismo” y por el otro el resto, es decir, el statu quo, aquellos que se atribuyen la sensatez y la racionalidad, y que podemos denominar “globalistas” o también “neoliberales”. Los que como yo, no nos sentimos identificados con ninguna de estas posiciones nos encontramos en un lugar incómodo, criticar a los populistas nos pone de parte de los globalistas, los auténticos responsables de la situación, pero si no lo hacemos podría parecer que sentimos simpatía hacia el “populismo”, lo cual no es cierto.

Lo primero que habría que aclarar es qué es esto del “populismo”, y mi opinión es que es una etiqueta peyorativa para desprestigiar algo, porque en realidad todos los líderes, partidos y ciudadanos englobados bajo esa etiqueta podrían ser definidos mucho mejor como nacionalistas. Hace ahora tres años ya anticipé que el mundo tendía a polarizarse entre nacionalistas y globalistas, y pedí evitar estas dos opciones, pero por desgracia de momento no se atisba en el horizonte ninguna alternativa.

jueves, 23 de febrero de 2017

Trumpconomics: la lucha de EEUU por conservar la hegemonía

La administración Trump pretende desarrollar una política económica que incluye estímulos fiscales (mayor gasto público y menores impuestos) y restricciones a la movilidad de las personas y las mercancías, manteniendo la plena movilidad del capital. De llevarse a cabo, este plan trastocaría el orden económico internacional, creando uno nuevo. Sería la tercera vez en menos de cien años que EEUU cambia las reglas del juego, siempre con la intención de mantener su hegemonía.


Conocemos, aparentemente, todo sobre Trump: sobre su padre y cómo llegó a EEUU, sobre su mujer actual y las anteriores, sobre sus hijos y las parejas de estos, como le gusta decorar la Casa Blanca; una avalancha de información intrascendente, de ramas que nos impiden ver el bosque. Ese bosque es un hecho muy importante, nos encontramos ante un posible, e incluso probable, cambio en el orden económico internacional, un momento similar a la firma del tratado de Bretton Woods en 1944 o al cierre de la ventanilla del oro por Richard Nixon en 1971.


Un poco de contexto

La primera vez que EEUU estableció las reglas del juego fue, como es bien sabido, tras la II guerra mundial. Los Estados Unidos llegaron al final de aquella guerra como clara potencia hegemónica, lo que les llevó a rechazar el plan, intelectualmente brillante, de John Maynard Keynes, representante de la delegación británica. Keynes postulaba un sistema internacional que penalizase los superávits comerciales y permitiese el reciclaje de esos excedentes en los países deficitarios en sus transacciones con el resto del mundo. La idea de Keynes era evitar déficits comerciales persistentes entre países, que llevasen a la acumulación de deudas y por tanto a una retracción de la demanda, que él entendía era la causa fundamental del estancamiento económico.

Esto es muy interesante porque la llegada de Trump al poder ha colocado otra vez en primera plana la cuestión de los superávits y déficits comerciales. La historia se repite, primero como tragedia y más tarde como farsa ¿o es al revés? El tiempo dirá.