Queremos cambiar el
mundo, o más bien encauzarlo, porque el mundo nunca deja de cambiar,
pero para ello no basta con tener claro el objetivo, una meta, hay
que entender el proceso de cambio, de forma que nuestras acciones
sean las más eficaces para alcanzar ese objetivo, o al menos sean
coherentes con él.
Fiedrich Engels dijo ante
la tumba de Karl Marx que este había descubierto “las leyes de la
Historia”. El manifiesto comunista, obra conjunta de ambos
autores es una oda a la burguesía y su poder de trasformación de
las relaciones de producción. Para Marx y Engels el desarrollo de
las fuerzas productivas había conducido a cambios inexorables:
Hemos visto, pues, que los medios de producción y de cambio, sobre cuya base se ha formado la burguesía, fueron creados en la sociedad feudal. Al alcanzar un cierto grado de desarrollo estos medios de producción y de cambio, las condiciones en que la sociedad feudal producía y cambiaba, toda la organización feudal de la agricultura y de la industria manufacturera, en una palabra, las relaciones feudales de propiedad, cesaron de corresponder a las fuerzas productivas ya desarrolladas. Frenaban la producción en lugar de impulsarla. Se transformaban en otras tantas trabas. Era preciso romper esas trabas y se rompieron.
Y así continuaría
siendo en el futuro, cuando de la misma forma, el desarrollo de las
fuerzas productivas capitalistas, que implica necesariamente la
creación de una clase proletaria, creará las condiciones que harán
que la burguesía tenga que ser eliminada, suprimida, superada. El
proletariado se convertirá en clase dominante y esto supondrá la
abolición de las relaciones de clase.
El proletariado se saldrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas.
La pretensión de Engels
y Marx de descubrir las leyes de la Historia es claramente ilustrada,
considerar al hombre, aislado o en sociedad, un objeto de estudio
científico cuyo comportamiento puede quedar definido por leyes
universales como las del movimiento de los astros. Afortunadamente
esto no es posible, ya que existe el libre albedrío y el ser humano
no puede conocer el futuro, a pesar de ello la coletilla del
“desarrollo de las fuerzas productivas” que supuestamente
conduciría a la abolición de las clases sociales, quedó
firmemente incrustada en el imaginario de los progresistas de
izquierdas, espoleando nuestra fe en la solución a todos los
problemas a través del crecimiento y
de la tecnología.
Ello no quiere decir que
no podamos conocer nada sobre cómo se produce el cambio social. Una
idea es mirar hacia el pasado, ya que aunque los procesos de cambio
del pasado no son una guía para los del futuro, si podemos extraer
de ellos algunas lecciones que nos pueden ser útiles. Paul Mason en
su libro Postcapitalismo, hacia un nuevo futuro esboza una
explicación causal del cambio del feudalismo a la modernidad, que él
denomina capitalismo.
El modelo feudal de agricultura chocó en primera instancia con los límites medioambientales y, a continuación, con un colosal impacto externo: la peste negra. Tras esta, tuvo que soportar una conmoción de índole demográfica: quedaron demasiados pocos brazos para trabajar la tierra, lo que aumentó los sueldos de los supervivientes e hizo inviable el cumplimiento en la práctica del viejo sistema feudal de obligaciones. La escasez de mano de obra también convirtió en necesaria la innovación tecnológica. Las nuevas tecnologías sobre las que se sustentó la ascensión del capitalismo mercantil fueron precisamente las que estimularon el comercio (la imprenta y la contabilidad), la creación de riqueza comercializable (la minería, la brújula y la navegación rápida) y la productividad (la minería, la brújula y la navegación rápida) y la productividad (las matemáticas y el método científico).Presente a lo largo de todo ese proceso estuvo algo que parecía secundario en el viejo sistema, pero que estaría destinado a convertirse en la base del nuevo: me refiero al dinero y al crédito. Muchas leyes y costumbres estaban anteriormente erigidas, de hecho, en torno a la idea de ignorar el dinero; en el momento de apogeo del feudalismo, el crédito era considerado pecaminoso incluso. Así que, cuando el dinero y el crédito desbordaron los límites que les imponía ese sistema y crearon uno propio de mercado, hubo una sensación de revolución. El nuevo sistema cobró entonces nuevos bríos gracias al descubrimiento de una fuente virtualmente ilimitada de riqueza "gratuita" llamada América.La combinación de todos esos factores hizo que todo un grupo de personas que habían sido objeto de persecución o marginación durante el feudalismo -humanistas, científicos, artesanos, hombres de leyes, predicadores radicales... y hasta dramaturgos bohemios como Shakespeare- se situaron a la cabeza de la transformación social. Y en ciertos momentos clave (aunque solo tímidamente al principio), el Estado varió su actitud y dejó de obstaculizar el cambio para favorecerlo.
La explicación es
interesante porque nos permite captar como los cambios tecnológicos
(imprenta, navegación) se entrelazan con los sociales
(perfeccionamiento del crédito entre desconocidos) y con los shocks
externos (peste negra, descubrimiento de América) para llevar al
sistema a un auténtico punto de inflexión (tipping point) en el que
el cambio se desarrolla a gran velocidad (sin olvidar que alcanzar
ese “tipping point” fue cuestión de varios siglos de cambio
gradual). Concuerda a la perfección con la visión de Hegel, que
ya citamos en un artículo:
Así, el espíritu que se forma madura lentamente y en silencio hasta su nueva figura, desintegra pedazo a pedazo el edificio del mundo que lo precede; la conmoción del mundo la indican tan sólo síntomas esporádicos; la frivolidad y el aburrimiento que invaden lo que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los signos que anuncian algo distinto que está en marcha. Este resquebrajamiento continuo que no alteraba la fisonomía del conjunto se ve bruscamente interrumpido por la salida del sol que, en un relámpago, dibuja de una vez la forma del nuevo mundo.
Sin embargo, si por un
lado puede aclarar nuestra visión en otro aspecto la oscurece, dado
que la descripción está muy anclada en otro concepto que en origen
fue marxista pero que en la actualidad goza de aceptación universal,
lo que se conoce como “modo de producción”. Según el propio
Marx en su Contribución a la crítica de la Economía Política
En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones constituye la estructura económica de la sociedad, es decir, la base real sobre la cual se alza una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas determinadas de la conciencia social. En general, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual de la vida. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino al contrario, su ser social es el que determina su conciencia.
Esta visión mecánica y
determinista de la sociedad (muy en la línea de los descubrimientos
de Newton para el movimiento de los astros) y por tanto del cambio
social, presenta varios defectos. Por un lado el énfasis en las
relaciones de producción nos hace perder de vista el resto del
sistema, como si los aspectos culturales no tuviesen importancia. A
pesar de ello los marxistas sí realizaron una importante labor de
prédica, explicando a los trabajadores como eran explotados, en
contradicción con los postulados del propio Marx de que la
conciencia del hombre está determinada por factores externos y por
tanto es irrelevante. Sin embargo, el movimiento obrero terminó
disolviéndose a causa de la educación universal, que hacia finales
de la década de los años sesenta había conseguido que los hijos de
las clases proletarias accediesen a la educación universitaria, y
por tanto, tendido un puente que disolvía de forma aparentemente
definitiva las diferencias de clase, o las suavizaba. Los
neoliberales entendieron mucho mejor que los marxistas cómo funciona
el cambio social, y conceptos clave como el deseo mimético, y
lanzaron un ataque que en poco tiempo condujo a una auténtica
revolución, condenando al marxismo a convertirse, en la
práctica, en una molesta pieza de museo. Molesta puesto que sus
fétidos restos todavía tienen el poder de capturar los imaginarios
de una inmensa mayoría de la población, que vería con agrado un
cambio, pero que siente pavor ante el mundo de “instituciones
públicas fuertes”, es decir, burocratización racional kafkiana,
que les prometen los neomarxistas.