En la
primera parte de este artículo realizamos una breve
descripción de uno de los problemas centrales de nuestra sociedad: el problema
de la inclusión. En nuestra sociedad no existe el derecho a participar en los
costes y beneficios de la producción, quedando esta condicionada a la demanda
de empresas y agentes, y de forma indirecta al crecimiento económico.
Es complicado polemizar una
realidad tan sólidamente sedimentada en nuestros hábitos y en nuestro día a
día, hasta el punto que pocos se atreverían a cuestionar lo que puede llegar a
parecer el orden natural de las cosas. Nada más lejos de la realidad, tal y
como mostramos, si bien el trabajo siempre acompañó al hombre en su relación
con el medio natural y en la búsqueda de su sustento, la creación del mercado
de trabajo es un suceso histórico, nada natural, más bien al contrario, el
resultado de una gran coacción. Otras sociedades, en el pasado,
institucionalizaron el derecho a la inclusión, tradicionalmente a través de los
bienes comunes, y lo hicieron porque es tanto racional como sostenible.
El problema no es sólo todo el
sufrimiento que provoca la exclusión, imposibilitando la satisfacción de
necesidades humanas básicas, sino que la solución indirecta a este problema, a
través del crecimiento
económico, se ha convertido en un móvil en sí mismo. De esta
forma, problemas ficticios como producir más bienes en un mundo con abundancia
de bienes, se convierten en centrales, por sus consecuencias sobre el bienestar
de las personas. Es así como entramos
en una lógica perversa, según la cual no se pueden resolver los problemas
reales, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad,
o el agotamiento de materias primas, puesto que están condicionados por
problemas ficticios. El problema no se puede resolver, puesto que está mal
planteado, necesitamos replantear el problema. Es preciso entender que la economía está para servir al ser humano y no
el ser humano para servir a la economía.