A los españoles quizás os suene la frase “dar confianza a los mercados”, o de forma más concisa, el sintagma nominal “los mercados”. Desde la izquierda se dice que “los mercados” tienen nombres y apellidos ¿Tan difícil es saber lo que es un mercado? ¿No estaremos abusando del lenguaje? ¿Cuánta ideología hay en esas palabras?
Adam Smith, el padre de esta “ciencia” lúgubre (las comillas están bien puestas) que es la economía, acuñó el término “mano invisible” como metáfora del poder autorregulador de libre mercado. La idea es sencilla: mediante un mecanismo de competencia los que lo hacen mal, fracasan, los que lo hacen bien perduran; eso, no sólo enriquece a los empresarios virtuosos, sino que redunda en el bienestar social puesto que son puestos a disposición del público mejores bienes y servicios a un precio más barato.
Esta idea aparece de forma muy marginal en la obra cumbre de Smith, “La riqueza de las naciones”. De hecho, el término “mano invisible” aparece una sola vez, pero ha sido una idea central de las clases privilegiadas de la sociedad durante los siglos XIX, XX y comienzos del XXI, y desde esa cúspide lo ha inundado todo. Polemistas-filósofos-economistas como Ludwig von Mises o Friedrich August von Hayek y economistas como Milton Friedman incrustaron este concepto en el centro de su discurso.
En un panfleto audiovisual que se rodó a finales de los setenta, y que se llamó “Libre para elegir” Milton Friedman afirma “El mercado libre permite a las personas ingresar a cualquier industria que quieran o comerciar con quien quieran, comprar en el mercado más barato del mundo o vender en el marcado más caro del mundo, pero, lo más importante es, que si fracasan, deben soportar la pérdida”. Posiblemente esto de soportar la pérdida os esté recordando a todos los bancos rescatados durante la actual crisis financiera.
Fernand Braudel
Pero ¿ha existido alguna vez un mercado libre? La respuesta es evidentemente afirmativa. Dejando a un lado ideologías y construcciones abstractas, así como modelos matemáticos de economistas, os propongo echar un vistazo a la historia de la mano de Fernand Braudel y de su libro “Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XIV – XVIII”
Quizás el siglo XVIII os parezca un tanto lejano, así que luego seguiremos sin la ayuda de Braudel hasta llegar a la actualidad.
Braudel es, en efecto, un historiador, que revolucionó la historiografía al considerar la influencia de la economía y otros factores, en la historia, y obviando que es de los más influyentes del siglo XX, es importante el hecho de que afronta estas cuestiones, no con la intención de ofrecer un modelo matemático basado en proposiciones más o menos axiomáticas sobre la condición humana, sino revolviendo los archivos de todos los países civilizados desde el siglo XIV hasta el XVIII: archivos urbanos, archivos privados de familias de comerciantes, documentos jurídicos y policiales, deliberaciones de las cámaras de comercio, registros de notarios, censos, son el objeto de su estudio “al margen de la teoría, de todas las teorías, bajo el exclusivo signo de la observación concreta y la historia comparada”.
La idea de Braudel de lo que Friedman y Hayek llaman mercado es tan intuitiva y sencilla que parece increíble que pueda ser enterrada bajo montañas de ideología. Para él existen tres niveles.
El primero sería la vida material, de importancia económica pero enfocada en el autoconsumo. Ese sería el nivel sobre el cual crecen los demás, las “espaldas anchas”, capaces de soportar el enorme peso de la actividad con valor monetario. Hoy en día tiene todavía gran importancia, aunque cada vez externalizamos mayor parte de él al mercado: cuando compramos comida preparada en vez de cocinar para un ser querido, o cuando delegamos el cuidado de los hijos o los ancianos a guarderías y residencias. Quizás llegamos a preguntarnos si merece la pena, pero muchas veces no tenemos otra opción para sobrevivir o simplemente para mantener nuestro nivel de consumo, pero yo recomiendo valorar si compensa o no en términos de un bien no monetario que algunos llaman felicidad.
El siguiente nivel sería el mercado tal y como lo entiende Braudel. Mercado, como zona de intercambios. En los siglos XIV a XVIII está representado por las ferias, las ciudades, bolsas de mercancías y de valores financieros. Sus propiedades son la transparencia, la regularidad y una capacidad para equilibrar la oferta y la demanda por medio de la competencia que todavía hoy se extiende por amplias capas de nuestra sociedad. Hay muchos ejemplos, pero yo suelo poner el de los bares, que intentarán distinguirse por su precio, su atención, la calidad y originalidad de sus tapas o su ambiente, cada uno adaptado a su tipo de cliente y bajo el peso de “aceptar la pérdida” si no consigue la aprobación de un número suficiente de ellos.
Por último estaría el nivel superior, en palabras de Braudel “Por encima de la enorme masa de la vida material diaria, la economía de mercado ha tendido sus redes y mantenido vivos sus diversos entramados. Y fue, de ordinario, por encima de la economía de mercado propiamente dicha por donde prosperó el capitalismo. Podríamos afirmar que la economía del mundo entero se hace visible en un auténtico mapa de relieve.”
Capitalismo como distinto de la economía de mercado: “El capitalismo (de ayer y de hoy aunque con fases más o menos fuertemente monopólicas) no elimina enteramente la libre competencia de la economía de mercado, de la cual surgió (y de la cual se nutre); existe por encima de ella y al lado de ella, pues la economía de los siglo XV y XVIII, comporta, ella dos niveles: los monopolios de hecho o de derecho, y la competencia; dicho de otra forma, el capitalismo tal y como he tratado de definirlo y la economía de mercado en desarrollo…… En esta zona estrecha y sensible del mercado es donde resulta posible y lógico actuar. En ella repercuten las medidas tomadas, como demuestra la práctica diaria. Tanto es así que se ha llegado a creer, con razón o sin ella, que los intercambios juegan por sí solos un papel decisivo, equilibrante, que allanan los desniveles mediante la competencia, ajustan la oferta y la demanda, y que el mercado es un dios escondido y benévolo, la “mano invisible” de Adam Smith, el mercado autorregulador del siglo XIX y la piedra angular de la economía, si nos atenemos al laissez faire, laissez passer. Hay en esto una parte de verdad y otra de mala fe, pero también de ilusión. ¿Podemos acaso olvidar cuántas veces el mercado fue invertido y falseado, arbitrariamente fijados sus precios por los monopolios de hecho y de derecho? Y sobre todo, si admitimos las virtudes competidoras del mercado (“el primer ordenador puesto al servicio de los hombres”), es importante señalar al menos que el mercado no es sino un nexo imperfecto entre producción y consumo, aunque sólo fuese en la medida en que sigue siendo parcial. Subrayemos esta última palabra: parcial. Creo de hecho en las virtudes y en la importancia de una economía de mercado, pero no en su reinado exclusivo. Esto no impide que, hasta una época relativamente cercana, los economistas razonasen únicamente a partir de sus esquemas y de sus lecciones. Para Turgot, la circulación se identifica realmente con el conjunto de la vida económica. Del mismo modo y mucho después, David Ricardo no ve más que el río, estrecho pero vivo, de la economía de mercado. Y si bien los economistas, desde hace más de cincuenta años e instruidos por la experiencia, ya no defienden las virtudes automáticas del laissez faire, el mito sigue aún presente en el ámbito de la opinión pública y de las discusiones políticas actuales”
Capitalismo como un mecanismo de acumulación de potencia, de la puesta en marcha de una relación de dominación específica sobre otros sectores de la sociedad, es decir, una jerarquía: “Las reglas de la economía de mercado, tal cual las describe la economía clásica, influyen mucho menos frecuentemente bajo su aspecto de libre competencia en la zona superior, que es la de los cálculos y la especulación. Aquí comienza una zona de sombra, de contraluz, de actividades para iniciados, que yo considero que están en la raíz de lo que puede comprenderse bajo la palabra capitalismo, siendo este una acumulación de poder (que basa los intercambios en una relación de fuerzas tanto más que en la reciprocidad de necesidades), un parasitismo social, inevitable o no, como tantos otros.”
Esta acumulación se multiplica con el comercio a larga distancia, y al mismo tiempo, la propia acumulación previa, necesaria para entrar en ese mercado, aseguran el monopolio: “El Fernhandel (comercio a distancia) es, por excelencia, un campo en el que se maniobra libremente, opera a unas distancias que le ponen a resguardo de los controles ordinarios, o que le permiten sortearlos; actuará, según los casos, desde las costas de Coromandel o las riberas de Bengala hasta Amsterdam; desde Amsterdam hasta cualquier almacén de reventas de Persia, de la China o del Japón. En esta extensa zona de operaciones, cuenta con la posibilidad de escoger, y escogerá aquello que le proporcione los máximos beneficios: ¿el comercio en las Antillas ya sólo produce beneficios modestos? Da lo mismo, ya que, en ese mismo instante, el comercio de la India y de la China garantiza la obtención de beneficios dobles. Basta, pues, con cambiar de punto de mira. De estos grandes beneficios se derivan considerables acumulaciones de capital, tanto más cuanto que el comercio a larga distancia sólo se reparte entre unas pocas manos. No entra cualquiera en él.”
Los capitalistas se aprovechan de las oportunidades de difícil acceso para los demás: la especulación sobre el futuro o sobre mercados lejanos, y en segundo lugar, se alían al estado para asegurar la capacidad de dominar desde las cumbres de la sociedad. El capital es un mecanismo de poder. El estado es otro, ciertamente. Pero lo importante es comprender que ambas potencias se complementan o se estorban sin que pueda entenderse la dimensión de cada una de ellas sin hacer intervenir la otra: “¿Hace falta señalar que estos capitalistas, tanto en el Islam como en la cristiandad, son los amigos del príncipe, aliados o explotadores del Estado?”
En definitiva, supone una acumulación que va más allá de los capitales, si bien estos son la condición inicial para toda otra suerte de ventajas como puede ser el crédito: “Muy pronto, desde el principio, traspasarán los límites nacionales y se entenderán con los mercaderes de otras plazas extranjeras. Poseen mil medios para falsear el juego a su favor, mediante la manipulación del crédito y el fructuoso juego de las buenas monedas contra las falsas: las buenas monedas de oro y plata se destinan a las grandes transacciones, al Capital; y las de cobre a los pequeños salarios y a los pagos cotidianos, al Trabajo, en consecuencia. Cuentan con la superioridad de la información, de la inteligencia y de la cultura. Y se apoderan a su alrededor de lo que es bueno aprehender: la tierra, los edificios, los ingresos… ¿Quién pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la competencia? Al escribir a uno de sus agentes de Burdeos, un mercader holandés le recomendaba que mantuviera secretos sus proyectos; si no, añadía, “le ocurriría a este negocio lo que a tantos otros en los que, en el momento en que surge la competencia, ¡ya se acabaron los beneficios!” Finalmente, y gracias a la masa de los capitales, pueden los capitalistas preservar sus privilegios y reservarse los grandes negocios internacionales de su tiempo. De una parte, porque en esta época de lentísimos transportes, el gran comercio impone largos plazos a la circulación de capitales: son necesarios meses, y a veces años, para que retornen las sumas invertidas, engrosadas por sus beneficios. De otra parte, porque generalmente el gran mercader no utiliza sólo capitales: recurre al crédito, al dinero de los demás.”
La sociedad como conjunto de conjuntos, estado y capitalismo son cosas distintas, aunque pensar en el último como baluarte de defensa contra el primero podría ser un espejismo, o quizás no: “Como privilegio de una minoría, el capitalismo es impensable sin la complicidad activa de la sociedad. De ahí que el Estado moderno, que no ha creado el capitalismo pero sí lo ha heredado, tan pronto lo favorezca como lo desfavorezca; a veces lo deja expandirse y otras le corta sus competencias. El capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado. En su primera gran fase, la de las ciudades-Estado de Italia, en Venecia, en Génova y en Florencia, la élite del dinero es la que ejerce el poder. En Holanda, en el siglo XV, la aristocracia de los Regentes gobierna siguiendo el interés e incluso las directrices de los hombres de negocios, negociantes o proveedores de fondos. En Inglaterra, con la revolución de 1688, se llega asimismo a un compromiso semejante al holandés. Francia mantiene un retraso de más de un siglo: sólo con la revolución de julio, en 1830, se instalará por fin cómodamente la burguesía de los negocios en el gobierno. Así pues, el Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia. Lo mismo ocurre con la cultura y con la religión.”
Para terminar: “Resumiendo, hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. Si de ordinario no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días, y porque se ha presentado a menudo al capitalismo como el motor y la plenitud del desarrollo económico. En realidad, todo se sostiene sobre los anchos hombros de la vida material: si ésta crece, todo va hacia delante.”
Este concepto de acumulación de potencia recuerda mucho al principio que ya enunció Karl Marx del “Aumento sostenido de la concentración de capital”. Marx vivió en el siglo XIX, y escribe El Capital en 1.867, cuando ya se atisba la Segunda revolución industrial o Gran capitalismo, un periodo donde se acuñarían las mayores fortunas de la historia en términos reales (descontando la pérdida de valor del dinero o inflación), la época de los llamados Robber Barons (Barones Ladrones), una denominación que se acuñó para designar a los industriales americanos de este periodo, que amasaron sus inmensas fortunas mediante métodos poco éticos.
El término originalmente hacía referencia a señores feudales que cobraban cuantiosos aranceles a los barcos que transportaban mercancías por el Rhin. Hay varias metodologías para comparar fortunas a lo largo de la historia, pero con cualquiera de las utilizadas los barones ladrones copan los primeros puestos: John D. Rockefeller aparece en primer lugar (entre 600 y 400 mil millones), Andrew Carnagie (300 mil millones) en segundo, y los Vanderbilt (Cornelius y William, padre e hijo, 200 mil millones) cerca de la tercera posición.
Si a Cornelius Vanderbilt se le atribuye la frase “¿Por qué he de preocuparme por la ley? ¿No tengo ya el poder?”, John D. Rockefeller solía decir que la naturaleza recompensa a los más aptos y castiga a los inútiles: la “mano invisible” de Smith ensalzando a unos a una opulencia más allá de la exuberancia y enviando a otros a la más absoluta de las miserias. Pero Smith, en los comienzos de la Revolución Industrial inglesa no había contemplado la fastuosa acumulación de potencia, en palabras de Braudel, que consiguió John D. Logró acelerar este proceso de acaparación cuando su tamaño fue suficiente para pactar precios especiales con sus proveedores en la distribución de hidrocarburos, las compañías de ferrocarriles, pero dejó tras de sí un rastro de irregularidades, artimañas, sobornos y extorsiones. Por poner un ejemplo, Harry F. Sinclair, uno de sus principales competidores, fue a parar nueve meses a prisión por unas acusaciones falsas. De una u otra forma consiguió arruinar a sus rivales, hasta lograr un monopolio absoluto del refino y la distribución de hidrocarburos en Estados Unidos.
Rockefeller mantuvo ese monopolio durante los 21 años que pasó batallando con el gobierno, que finalmente logró disolverlo, aunque por aquel entonces ya había extendido sus redes por otros negocios, formando el primer trust, o conglomerado de empresas. Entre esos nuevos intereses estaba el carbón y en concreto su explotación en Colorado. Fue allí donde años más tarde, en 1.914, llevando ya las riendas del negocio el hijo de John D, en un lugar llamado Ludlow, 1.200 mineros que se jugaban la vida todos los días fueron a la huelga. En aquella época y en aquellos lugares las huelgas no eran como ahora, los patronos contrataban nuevos trabajadores (había mucha más flexibilidad laboral) y los huelguistas trataban de impedir su acceso al trabajo en violentos enfrentamientos. El campamento de los mineros terminó asediado por seguridad privada y por la guardia nacional
fue tiroteado e incendiado
y murieron entre 19 y 25 personas, entre ellos 2 mujeres y 11 niños que no pudieron escapar de una tienda en llamas
la mano invisible, quizás se ensañó demasiado esta vez con los “inútiles”
Estas confrontaciones por los derechos laborales nos parecen hoy lejanas, aunque seguramente las condiciones de los mineros de Ludlow no son tan diferentes de otras que se puedan encontrar ahora en el planeta. Pero si aún así todavía conservamos una idea simple y lineal del progreso, deberemos admitir que “los monopolios de hecho y de derecho”, siguen siendo una realidad muy tangible. Por ejemplo, la norteamericana Boeing fue el único fabricante de grandes aviones comerciales durante 30 años, hasta hace apenas 10 años. La competencia entre Boeing y Airbus (una empresa público – privada controlada por industriales alemanes y los gobiernos francés y español) es un ejemplo, a tenor de las revelaciones de wikileaks sobre presiones políticas para cerrar los contratos, de complementación entre estado y capitalismo.
Las formas de adueñarse de un mercado, han sido sistematizadas para ser enseñadas en las escuelas de negocio y hoy se conocen como las cinco fuerzas de Porter.
Que por cierto son ideas bien sencillas:
Poder de negociación de los compradores o clientes: Esto es más o menos lo que hace Microsoft cuando nos obliga a pagar 120 euros en licencias por un sistema operativo que podríamos adquirir gratis. Microsoft lo que hace es “negociar” con los fabricantes de ordenadores, para que solo vendan sus equipos con el sistema operativo ya instalado. Si bien es posible adquirir ordenadores sin sistema operativo, y en ese caso el usuario podría instalar uno gratis, en España solo puedes hacerlo en determinadas ciudades y acudiendo a sitios específicos, que son desconocidos por el gran público.
Poder de negociación de los proveedores o compradores: Esto es lo que hizo John D. Rockefeller con las compañías de transporte ferroviario. Él tenía gran parte de los hidrocarburos refinados y había bastantes compañías de transporte. Como gran cliente fue capaz de negociar con varias compañías hasta que logró el precio mínimo. Hoy hacen lo mismo las grandes distribuidoras de alimentos, que en España son Mercadona, Carrefour, Alcampo, y dentro de un ámbito más amplio que la alimentación, El Corte Ingles.
Amenaza de nuevos entrantes: Aquí tenemos en parte el concepto de Braudel de acumulación, en el sentido de que hay ciertos negocios, por ejemplo la fabricación de aviones, que necesitan una inversión inicial altísima; y otros en los que si bien se pueden entrar, están sometidos a economías de escala; es decir, que el coste de producción disminuye cuando se fabrican más productos y por tanto podrá fabricar más barato quien fabrique mayor número.
Amenaza de productos sustitutivos: Puede producirse por el cambio tecnológico, y las empresas lo que hacen, cuando son grandes y tienen poder de presión, es tratar de censurar o cerrar el camino a estos nuevos productos.
Rivalidad entre competidores: No es más que el resultado de la aplicación de las cuatro anteriores.
Porter se “olvidó” de otra fuerza que estamos comprobando que es fundamental, pero que Braudel, al que le es indiferente la corrección política, no hubiera olvidado. Aportamos entonces mediante este post una mejora del modelo de Porter, que sugerimos se incluya a partir de este momento en todas las escuelas de negocio, y que podríamos llamar “fuerza de Braudel”
Poder de negociación de los reguladores y supervisores (el estado): Esto es lo que hacen los too big to fail cuando presionan para ser rescatados con fondos públicos, con la excusa del bien común, y aquí no habría que hablar solo de los bancos, muchas otras industrias han sido subvencionadas. Normalmente lo que se hace es ofrecer dinero por achatarrar un bien que funciona perfectamente para que compres otro.
Esta sexta fuerza es la única en la que se fijan los liberales, que adolecen de una miopía importante al no reconocer que la corrupción es cosa de dos complementarios, tal y como los define Braudel: capitalismo y estado. La naturaleza del capitalista es acumular, nos dicen, igual que la naturaleza del escorpión fue picar a la rana cuando ambos atravesaban el río; y acto seguido nos dicen que la solución es adelgazar el estado en un “argumento exótico” del tipo: “si el perro que vigila las gallinas es perezoso ¿Por qué no dejamos el gallinero sin vigilancia y a merced del zorro?”
Las reglas del juego no son inmutables y la tecnología puede cambiarlas, y un sector explotado de forma capitalista puede sumergirse en el mercado o incluso en la vida material. Eso es lo que está pasando con la industria discográfica y de la información, y para evitarlo, cuando no se puede recurrir a las fuerzas de Porter, los capitalistas recurren a la sexta fuerza, la de Braudel, tratando de imponer leyes irracionales y coercitivas como las leyes SINDE y SOPA. Algunos argumentan que se están perdiendo puestos de trabajo, y muchas veces el sintagma “puestos de trabajo” tiene adjetivo de localización, en el caso de la industria de contenidos “en America (por USA)”, o en cualquier lugar donde estén radicados los monopolios. Esto es muy discutible, por ejemplo en la prensa se están creando periódicos digítales con unos beneficios muy reducidos, y menores salarios para los directivos. Pero incluso si se perdiesen puestos de trabajo, porque la gente decide utilizar su tiempo libre para crear y difundir contenidos de forma gratuita, solo puede verse de forma positiva. Lo que implicaría esto es que esa actividad está regresando al ámbito de la vida material y el autoconsumo. Dicho de otra forma: que no paguemos por respirar no significa que estemos perdiendo una “actividad económica” y en consecuencia “puestos de trabajo”, el problema es nuestra forma de distribuir la producción, siendo las únicas opciones trabajar una jornada de 40 horas o más o cobrar un subsidio por no hacer nada.
El problema es también el sobreprecio que pagamos por todo como consecuencia de su producción monopólica u oligopólica. Porque no lo dudéis, John D. fue el más eficiente mientras existían competidores, pero una vez eliminados todos pudo fijar el precio que maximizaba sus beneficios, que en un monopolio es aquel en el que una subida adicional provocaría una caída de las ventas que disminuiría dicho beneficio. Pero hasta llegar a ese punto se puede elevar el precio un buen trecho. Lo que significa que mucha gente tuvo que consumir menos aceite para lámparas, o incluso prescindir de su consumo y no poder estudiar por las noches. Y significa también que las ciudades podían iluminar menos calles.
Podría parecer que el destino, el creador o la ley natural, lo que más os guste, tiene un extraño sentido del humor. De esta forma se podría entender que un siglo después, el bisnieto del hombre que fue capaz de imponer un monopolio puro, se lamente de forma apasionada en el senado americano, y clame contra la tecnología que está poniendo contra las cuerdas los monopolios de la industria de contenidos.
Sin embargo, no hay humor ni casualidad en esto, sino unas indicaciones muy claras sobre donde vivimos, como es nuestro mundo. Internet no debería haber existido, dice Rockefeller, y el argumento es “la seguridad” ¿La seguridad de quien, cabría preguntar? Para vosotros wikileaks es una amenaza, pero no para mí. Sin duda, otro “argumento exótico”, el capitalismo siempre encuentra gente que se vende barato para defender cualquier idea absurda. No me refiero a Rockefeller claro, él no necesita venderse. Me refiero a la tropa que salió a criticar el libro sobre los barones ladrones, con el argumento de que estos grandes capitalistas habían dado “un orden” a la industrialización de Norteamérica. Primero se nos dice que hay una mano invisible que crea un “orden natural”, que resulta ser el mejor de los posibles, y cuando esto no ocurre se nos dice que en realidad el orden natural era desordenado y tuvieron que llegar los barones ladrones para ordenarlo.
A mi personalmente me parece que tras 30 años de globalización, otra vez estamos rodeados de barones ladrones. Rodeados casi como lo estaban los mineros en Ludlow
La libertad de movimiento de capitales ha supuesto un gran impulso para favorecer la concentración de capital. Esto no es tanto por el comercio, ya que libertad de movimiento de capital y comercio en realidad son cosas distintas, sino por la desregulación financiera y la facilidad de acceso al crédito, que se ha utilizado para comprar empresas en casa o en el extranjero.
Hace unos meses algunos se sorprendían con un estudio empírico que revelaba que tan solo 147 empresas transnacionales controlaban el 40% del ingreso global. Al decir controlaban, no quiero decir que ese beneficio vaya a parar a esas 147 empresas. El esquema es el de una interconexión, y esa interconexión se realiza mediante un vínculo de propiedad y decisión a través de la compra de acciones.
Representación de las interconexiones entre multinacionales, los puntos rojos serían las 147 empresas del núcleo |
Es muy sencillo, la empresa transnacional X compra entre el 2 o el 20% de la empresa transnacional Y. Si compra el 2% eso le permitirá designar un consejero y por tanto conocer todos los movimientos y decisiones de Y, si por el contrario compra el 20% colocará 3 consejeros y elegirá al presidente, es decir, tomará las decisiones. En la cima de esta red están las empresas financieras, lo cual es lógico, recordad lo que nos decía Braudel sobre el capitalismo y la facilidad de acceso al crédito.
Esta formidable acumulación de potencia, casi deja en pañales a la del monopolio del viejo John D, no tanto a nivel lucrativo, porque las participaciones en otras empresas son pequeñas, como a nivel de poder e información. Una verdad sencilla que mucha gente rechazará, puesto que exige cambios profundos en nuestra idea del mundo y de nosotros mismos; puesto que podría perturbar nuestro sueño. Pero, ¿acaso no hemos visto a lo largo de la historia que la lógica del capitalismo es la acumulación y la jerarquía? ¿Acaso no dijo ya Marx que había una tendencia (que podría ser contrarestada eventualmente por otras contratendencias) al incremento sostenido de la concentración de capital?
En los 80 observamos en Estados Unidos una fiebre de fusiones y adquisiciones con apalancamiento, es decir, Wall Street comprando empresas y formando conglomerados más lucrativos. En España observamos como un “gran” y desconocido empresario aparecía con capitales foráneos y a base de crédito formaba un gran Holding que se llamó RUMASA. Cuando se vio incapaz de devolver los préstamos estuvo a punto de provocar una quiebra en cadena de todo ese entramado empresarial, a un paso de derrumbarse como un dominó, por la interconexión que provoca el apalancamiento. Estos sucesos son conocidos puesto que fueron mediáticos (lo de EEUU dio lugar a una película de Oliver Stone) pero no son más que la espuma por encima de un gigantesco océano, las “chispas” visibles de un proceso oculto de concentración y acumulación sin parangón en la historia de la humanidad.
Las consecuencias de este proceso son muchas, algunas no necesitamos pensar mucho para alcanzarlas: quien tiene poder lo ejerce. Os invito a reflexionar sobre unos hechos concretos, los que describe el documental “Who killed the electric car?” No me gusta razonar en base a ejemplos puntuales, pero los sucesos descritos en este documental son tremendamente esclarecedores de lo que implica la interconexión y la acumulación de potencia.
A mediados de los 90 General Motors presentó lo que se denomina un coche conceptual, es decir, un producto para potenciar su imagen de marca. La imagen de marca, junto con la publicidad, son estrategias que son particularmente efectivas para expandir la economía capitalista sobre el mercado, en aquellos sectores donde no funcionan las estrategias de Porter, como la hostelería. Es así como el capitalismo de los McDonalds y Starbucks intenta imponerse sobre el mercado. Este producto meramente publicitario era un coche completamente eléctrico. Unos políticos tenían graves problemas por la contaminación ambiental, así que tomaron una decisión imprevista: si existe, hay que venderlo.
El coche eléctrico, llamado EV1, no era ninguna maravilla, todo hay que decirlo. Tenía una imagen frágil y un tanto ridícula y una autonomía de apenas 100 km . Pese a ello, y sorprendentemente, había gente interesada en el vehículo, y sobre esto hay controversia en el número, pero es indiferente de cara a nuestras conclusiones: da igual que fuesen 100 o 5.000. El final de esta historia es lo que resulta ilustrativo. GM decidió recuperar los coches y achatarrarlos, y esta decisión no se puede justificar desde un punto de vista económico, por muchos “argumentos exóticos” que se acumulen en un tratado de gestión empresarial. El coche estaba fabricado, se había incurrido ya en unos costos de fabricación, se podía recuperar parte de los costos vendiendo el coche, da igual que fuesen 50 unidades o 1.000, el beneficio siempre sería mayor que con la decisión adoptada: en lugar de obtener un ingreso incurrir en un nuevo costo, transporte hasta desguace, achatarramiento y deposición en vertedero. Esta decisión nos muestra que GM es capaz de invertir dinero en defender el motor de combustión interna, y dado que a ellos les da igual producir coches con uno u otro motor la única explicación viable es que los propietarios de GM tienen intereses más amplios, por ejemplo en los hidrocarburos.
Ya lo he dicho: quien tiene poder lo ejerce, y lo hará en función de sus intereses, que pueden no coincidir con los del 99% de la población.
Para terminar, una última reflexión de Braudel “Lenin, que tenía una mente perspicaz, escribe lo siguiente en el mismo folleto de 1917: Lo que caracterizaba al antiguo capitalismo, en el que reinaba la libre competencia, era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo actual, en el que reinan los monopolios, es la “exportación de capitales. Estas afirmaciones son más que discutibles: el capitalismo ha sido siempre monopolista, y mercancías y capitales no han cesado nunca de viajar simultáneamente, al haber sido siempre los capitales y el crédito el medio más seguro de lograr y forzar un mercado exterior. Mucho antes del siglo XX, la exportación de capitales fue una realidad cotidiana. Lo que, por mi parte, siento, no como historiador sino como hombre de mi tiempo, es que tanto en el mundo capitalista como en el mundo socialista no se quiera distinguir capitalismo de economía de mercado. A aquellos que, en Occidente, critican los defectos del capitalismo, los políticos y economistas responden que es un mal menor, el reverso inevitable de la libre empresa y de la economía de mercado. No lo creo en absoluto. A los que, por el contrario, siguiendo una tendencia sensible incluso en la URSS , les preocupa la pesadez de la economía socialista y quisieran facilitarle un poco más de “espontaneidad” (yo traduciría: un poco más de libertad), se les responde que es éste un mal menor, el reverso obligatorio de la destrucción del azote capitalista. Tampoco lo creo.”
Mercado, capitalismo y estado son cosas distintas. Tenemos que buscar, por un lado, una disposición del estado más favorable a los intereses del mercado, donde se encuentra el 99%. Por otro lado debemos ampliar el campo de batalla y defender todas las posiciones que favorecen el mercado; en particular me parecen importantes aquellas que se derivan de las nuevas tecnologías. Sin olvidar otras herramientas, viejas conocidas, como la producción pública de aquellos bienes que por ser intensivos en capital o por constituir un monopolio natural nunca podrán desarrollarse dentro de un mercado, el mutualismo, el asociacionismo: laboral o de consumo, y otras, no pretendo ser exhaustivo en estos momentos. Hay mucho camino por recorrer para comprender porque esas viejas herramientas han empezado a ser menos efectivas, a raíz de la expansión del sector servicios en los años 80, de la mano de la globalización y de la expansión de la sociedad de consumo, con la segmentación de los mercados para adaptarse al nuevo individualismo, en un mundo donde la información era producida de forma capitalista y por tanto oligopólica, y prometía de forma insistente la liberación a través de la presunta libertad económica. Hay mucho pensamiento que desarrollar para adaptar las viejas herramientas a las nuevas realidades de la posmodernidad que nos describe Zygmunt Bauman.
El mundo continuará girando y la sociedad evolucionando, en un proceso dialéctico de imprevisible resultado. Hemos estudiado un único ejemplo, pero sin duda el más importante, de lo que los economistas llaman fallos de mercado. Ellos definen esto como poder de mercado. La pretensión de poder encerrar el mundo en un estrecho modelo, construido a partir unos pocos axiomas o leyes naturales, encierra a veces una gran carga ideológica; pero lo que llaman poder de mercado es la esencia del capitalismo, que a su vez es muy distinto del mercado, lo que a algunos les resultará una verdad incómoda.