Necesitamos historias para explicar el mundo. Sin
narraciones, sin atribuir un valor y contenido simbólico a nuestras obras, no
sabríamos cómo actuar. Entendemos el dolor de Hamlet, cuando su madre se casa
con el hermano de su padre, un mes después de la muerte de este, pero no por
ello podemos definirlo como “natural”, más bien al contrario, está condicionado
por nuestras narraciones sobre el mundo. Para muestra, este diálogo acerca de la obra de Shakespeare entre
una antropóloga y un grupo de indígenas:
«En nuestro país el hijo sucede al padre. Pero en este caso, fue el hermano menor del jefe muerto el que se había convertido en jefe, y además se había casado con la viuda de su hermano mayor tan sólo un mes después del funeral.»
«Hizo bien», exclamó radiante el anciano, y anunció a los demás, «Ya os dije que si conociéramos mejor a los europeos, encontraríamos que en realidad son como nosotros. En nuestro país», añadió dirigiéndose a mí, «también el hermano más joven se casa con la viuda de su hermano mayor, convirtiéndose así en padre de sus hijos».
Periódicamente me viene a la memoria el final del documental
“Surviving Progress”, basado en la obra “Breve historia del progreso” del
antropólogo Ronald Wright, y que comentábamos en el artículo “El fin del crecimiento ¿La era de la moderación o de las
consecuencias?”. Muy
inteligentemente, Wright nos plantea una hipótesis plausible sobre el fin de la
civilización Maya. Existiría un contrato social implícito, según el cual una de
las funciones de la élite político-religiosa sería interceder ante los dioses
para asegurar protección a las cosechas contra los infortunios del destino.
Aunque esto se ve muy lejano, en realidad no es muy diferente al pensamiento de
muchos de nuestros contemporáneos, que piensa que hay algo llamado “políticos”
cuya función es velar por la existencia de “puestos de trabajo” que garanticen
a las personas ser incluidas en el reparto de la producción.
¿Qué harían los Mayas cuando la erosión del suelo y la escasa
fertilidad de la tierra provocasen una mala cosecha tras otra? ¿Construirían
nuevos templos, incrementarían el número de sacrificios para calmar a los
dioses? El lado negativo de atribuir un contenido simbólico a nuestros actos es
que nos hace tremendamente resistentes al cambio. Parecemos incapaces de actuar
movidos por la realidad desnuda, y por tanto necesitamos crear un nuevo ropaje
simbólico antes de actuar de otra forma.
En aquel artículo preguntábamos: ¿Dónde están los castillos y
palacios del siglo XXI? ¿Cuál es el oscuro arcano cuyo dominio es potestad de
la élite, y que restablecerá de nuevo el crecimiento? La respuesta es posiblemente
muy compleja, pero para empezar a atisbarla tendremos que cambiar nuestro punto
de vista, desechando como intranscendentes cuestiones que ahora nos parecen de
vital importancia, como el PIB o los puestos de trabajo. La narrativa que
adoptábamos en un mundo relativamente vacío, la de los conquistadores, colonos,
cowboys, emprendedores, brokers, debe cambiar a la de un mundo relativamente
lleno, un astronauta en su nave espacial.